No hay hito en el desarrollo humano que pueda compararse al impacto que tiene en nuestras vidas el inicio de la comunicación a través del lenguaje. Ese sutil e insignificante acto que se inicia entre nuestros labios alrededor de nuestro primer año de vida es la herramienta más eficaz que nos ha permitido sobrevivir como especie y transformar profundamente nuestro mundo.

Siempre que nos acercamos al estudio de este tema surge de forma reiterada la misma idea: la complejidad que supone el conocimiento y descripción del lenguaje humano en contraste con la facilidad con la que se consigue adquirir a lo largo de la infancia.

Sin embargo, no siempre sucede así. Los estudios y los datos sobre su incidencia en la población son muy variables, pero podríamos llegar a una simple ejemplificación que pudiera acercarse a la realidad al considerar que actualmente en una clase de 25 niños existe la posibilidad de que entre 1 y 4 de ellos sufran problemas de comunicación. Pero, ¿cómo prevenirlos?, ¿cómo detectarlos? Para ello es importante entender algunas claves sobre su origen.

En una clase de 25 niños existe la posibilidad de que entre 1 y 4 de ellos sufran problemas de comunicación.

Cuando pensamos en la comunicación pensamos en el acto de hablar, pero solo llegaremos allí como consecuencia del desarrollo de unas habilidades previas que darán como resultado la comunicación oral.

La primera, seguramente la más primitiva de estas habilidades, es la audición. Muchos estudios han demostrado que en el mismo momento del nacimiento ya somos capaces de distinguir la voz materna entre los diversos ruidos del entorno como consecuencia del desarrollo de este sentido desde un estadio intrauterino.

El primer contacto con el exterior viene, por tanto, propiciado por la percepción del sonido del habla materna a través de su propio cuerpo en el último tercio del embarazo. Hablamos, en definitiva, porque podemos oír. En este sentido, tenemos que mostrarnos siempre vigilantes ante una posible pérdida de audición.

El “baby talk”

Esa primera fuente de conocimiento lingüístico se une junto a la información visual percibida en una de las herramientas más eficaces para potenciar el desarrollo del lenguaje y que surge de forma casi espontánea a la hora de entablar un contacto comunicativo con un/a bebé. Esta fuente de conocimiento lingüístico viene determinada por lo que se ha venido llamando “baby talk”.

No somos conscientes de que cuando hablamos con un bebé realizamos de forma innata una serie de acciones que favorecen la adquisición del lenguaje. Ahí ya se encuentran las bases del posterior lenguaje, los orígenes de su estimulación y los cimientos donde se construirá la complejísima estructura de la comunicación humana.

Cuando hablamos con un bebé realizamos de forma innata una serie de acciones que favorecen la adquisición del lenguaje.

Así vemos cómo entablamos un contacto físico y visual que potenciará un prerrequisito fundamental como es la atención: caricias, expresividad facial del adulto con preferencia a la articulación exagerada, búsqueda del contacto visual y expresividad en la mirada, modulación de la voz con tendencia a hacer la voz más aguda, aumento de la expresividad gestual con las manos, abundancia de frases interrogativas y exclamativas… Expresividad, expresividad, expresividad… Apelamos a través de nuestra actitud exagerada, a la atención del bebé, buscamos esa conexión. Además, regulamos nuestra competencia comunicativa para descender a un nivel intermedio de expresión que sirva de puente entre nuestra capacidad lingüística real y la nula o incipiente capacidad expresiva del niño/a. Es por ello que empleamos un habla más lenta y repetitiva y buscamos una simplificación en la extensión de nuestra expresión y el uso de nuestro vocabulario.

Llegados a este punto, entran en juego dos variables importantísimas, imprescindibles para el adecuado desarrollo lingüístico: la atención conjunta y la intencionalidad compartida.

¿Atención conjunta y la intencionalidad compartida?

De forma concisa podríamos decir que la atención conjunta hace referencia a la habilidad que permite compartir a varias personas una realidad común y la intencionalidad compartida supone la capacidad de entender de forma cómplice motivaciones y necesidades que nos permiten transformar el mundo.

Para entenderlo mejor, utilizando el mejor ejemplo, la forma más simple y elemental de ambas situaciones y que supone el inicio real de la capacidad comunicativa funcional del ser humano, el acto de señalar. Cuando un adulto o un niño/a señala se genera la siguiente cascada de mensajes que se podrían resumir en: “ambos compartimos esta misma realidad; ambos compartimos el interés sobre algo ajeno a nosotros de esta realidad; yo levanto mi dedo y lo señalo; esta acción interpreto que va a ser entendida por ti; respondes ante dicho mensaje realizado con un gesto”

Siempre decimos que toda acción comunicativa es intencional. La comunicación sólo tiene su razón de ser en tanto herramienta transformadora del mundo.

Es por ello que, para comunicarnos, desde el mismo momento del nacimiento, nuestro desarrollo va encaminado a repetir el propio origen de la comunicación humana donde concurrieron con toda seguridad tres ingredientes fundamentales: dos personas junto a una capacidad atencional mutua y la intención de una de ellas de compartir un deseo.

Por lo tanto, dejamos en este punto tres ideas fundamentales: debemos estar pendientes del desarrollo de la audición, debemos potenciar el hecho de compartir momentos de complicidad que ayuden a desarrollar la atención y, por último, debemos favorecer actividades colaborativas que potencien la intencionalidad comunicativa.

Carlos Domingo Logopedia y audiología Servicio ORL (Otorrinolaringología) Hospital Universitario de La Ribera